Desde esta columna, hace ya
varios años venimos alertando sobre el avance de la intolerancia en la
convivencia. También advertimos sobre el peligro que el contra-ejemplo del
relato oficialista trascendiera hacia la sociedad, que fuera otrora modelo de
convivencia en América Latina.
La
Argentina era caracterizada por su apertura a aceptar lo diferente, tal vez
como efecto beneficioso de la recepción de tantas corrientes migratorias que
llegaron buscando nuevos horizontes, ante la crisis y violencia en sus países
de origen. En este aspecto, alguna lejana similitud con Australia, Canadá o
Estados Unidos parecía ubicar a Argentina como el país de los
"pioneros" en el sur de América.
Así
lo describen las crónicas de viajeros en tiempos del Centenario, cuando uno de
cada cuatro pobladores del país había nacido en el exterior, porcentaje que en
la ciudad de Buenos Aires alcanzaba a las dos terceras partes de la población.
Hasta mitad del siglo XX, nuestro país recibió a los emigrados judíos
perseguidos por los nazis, a los nazis perseguidos por los aliados, a los
republicanos perseguidos por los franquistas y a todos corridos por la guerra y
el hambre.
Por
supuesto que siempre existieron reflejos intolerantes, porque las unanimidades
no se llevan bien con las sociedades humanas. El espíritu predominante, sin
embargo, seguía el paradigma de la tolerancia y la integración.
En algún momento de comienzos
de la segunda mitad del siglo XX el virus de la intolerancia fue sembrado
nuevamente. Había comenzado su desborde en 1930, con el golpe que derrocó
a Yrigoyen, pero la polarización extrema comenzó en tiempos del segundo
gobierno peronista, tal vez como coletazo de la impronta seudofascista de
algunos de sus componentes y se profundizó con la Revolución Libertadora con
los fusilamientos políticos que habían sido superados con la organización
institucional del país, a mediados del siglo XIX. Sin embargo, aún en esos
tiempos, la violencia sería la excepción, indudablemente condenada por la
opinión mayoritaria. Se daba en el "escenario", pero no era aceptada
por la sociedad. La represión antiperonista en el "escenario" no fue
acompañada por la polarización en el cuerpo social, que mostró innumerables
hechos de solidaridad con los perseguidos protagonizados por sus antiguos
rivales en el seno del pueblo.
La segunda mitad del siglo
XX fue el contra-modelo. La creciente intolerancia interna fue acompañada por
las proyecciones locales de la Guerra Fría. Insurgencia y Contrainsurgencia
terminaron conjugándose con violencia guerrillera y violencia estatal.
Inundaron de sangre las calles, sin que ninguno de los protagonistas pudiera
reclamar inocencia. La violencia dejó de ser condenada y pasó a ser venerada.
Matar dejó de ser pecado y se convirtió en una técnica de lucha. La sublimación
llegó con la dictadura, cercana al "mal absoluto". Sin embargo, la
sociedad no expresaba esta polarización. La violencia era un fenómeno, una vez
más, del "escenario".
1983
implicó por eso un hito. Fue la sociedad volviendo por sus fueros, ante ese
escenario público que había perdido los valores. Lo lideró una convicción de
convivencia expresada en la Constitución, corporizada en el liderazgo de
Alfonsín y la propuesta política del radicalismo. La convivencia sería el nuevo
"ethos", con grandes esfuerzos del presidente de entonces para
responder con gestos de concordia a las constantes convocatorias a una nueva
polarización.
En un
hecho sin precedentes dos ex presidentes constitucionales fueron los invitados
de honor a la asunción del nuevo gobierno. Viejos rivales del nuevo mandatario,
Arturo Frondizi e Isabel Perón, izaron la bandera nacional en la Asamblea
Legislativa que le tomó juramento. El candidato derrotado fue invitado por el
victorioso a ocupar la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia,
ofrecimiento que declinó. La pluralidad de propia Corte fue un ejemplo, con uno
solo de sus miembros políticamente cercano a la fuerza de gobierno.
El país comenzó a edificar
su democracia y debe reconocerse que hasta la crisis del 2001 la convivencia se
impuso sobre la polarización. No hubo en ninguno de los presidentes entre 1983
y 2002 invocaciones a la violencia, la intolerancia o el desconocimiento del
adversario.
Hasta
2003. Ahí cambió el papel modélico del poder. La convocatoria a la división, la
polarización y la intolerancia se hizo una constante. El "Nosotros"
contra "Ellos" reemplazó al "todos juntos". El relato
público perdió mesura, expresándose en alaridos simbólicos y literales. Terminó
proyectándose hacia la propia sociedad. No eclosionó allí hasta que las
dificultades económicas le dejaron el campo abonado. Pero cuando esas
dificultades se mostraron, también lo hizo el espíritu de intolerancia facciosa
y personal sostenido en lo intelectual por la construcción teórica del
conflicto, actualización de Schmidtt recreada por Laclau y reproducida por
Carta Abierta. La visión confrontativa, polarizante y totalitaria que convertía
en enemigo a quien pensara diferente volvía a instalarse en la Argentina y hoy
vemos sus consecuencias.
Abuelos asesinados, niños
abusados y atacados con violencia por sus propios compañeros, peleas sindicales
que terminan a los tiros, relato presidencial estimulando la violencia de los
barras bravas, devaluación de las buenas conductas y justificación grotesca de
los actos delictuales, tolerancia y hasta imbricación con las redes de
narcotráfico y de delitos aberrantes, demérito de actitudes valiosas y
exaltación del cinismo, la mentira y la violencia, han sumido al país en un
grado de tensión en su vida cotidiana que hace décadas no sufría.
Desde
la humildad de esta columna apoyamos el espíritu del llamado episcopal. Lo
hacemos como laicos, entendiendo que la dignidad del ser humano no puede
fragmentarse en religiones, ideologías o identidad de pensamiento. Pero
reconocemos que esa convocatoria a una convivencia decente traduce lo mejor de
la historia de este pueblo.
Todo lo que refleje,
estimule o incite a resolver diferencias a los gritos, a los golpes o a los
tiros, es lo peor del país. Sea el discurso presidencial, el exabrupto de un
dirigente, la violencia seudo graciosa en algún programa masivo de
entretenimientos, la discusión crispada en paneles de la TV, la tolerancia
frente al "bullying" o la reacción exasperada en un incidente de
tránsito.
Debemos aislar esas
conductas, marcarlas y erradicarlas. Es responsabilidad, como en 1983, de todos
y de cada uno. La violencia, en la política o en la sociedad, degrada la
convivencia porque en el fondo, se apoya en el desprecio a la dignidad
intrínseca de los seres humanos. Nada estable ni valioso puede construirse
sobre ella. Esta responsabilidad de todos no oculta, sin embargo, la primaria
responsabilidad del poder. Éste, con su ejemplo, instala paradigmas que acaban
siendo seguidos, para bien o para mal, por la mayoría de la sociedad.
Ricardo
Lafferriere